Decía Toni de la Torre en su libro "Series de culto" que Sons of Anarchy es una droga, que una vez te atrapa es imposible dejarla y olvidarse de ella. No puedo estar más de acuerdo con esa definición.
Aproximadamente un mes antes de nuestro periplo por Estados Unidos y sus carreteras, nos enganchamos a la obra de Kurt Sutter en la que se narra la historia de un club de moteros afincados en la ficticia ciudad de Charming, California.
Durante 7 intensas temporadas acompañaremos a este peculiar grupo en su cruzada por el imperio del tráfico ilegal de armas, drogas, burdeles y todo lo que tenga que ver con pasta rápida y en grandes cantidades fuera del sistema.
Y cuando digo intensas hablo en serio.
Podría decir que desde Lost no había estado tan brutalmente enganchado a una obra de ficción (por lo menos hasta su polémico final), donde los "what the fuck" son continuos, en una dimensión totalmente distinta pero con un magnetismo que iguala y supera a la obra de Abrams-Lindelof.
Aquí no entra para nada la ciencia ficción, pero no hace falta ya que, como se suele decir, la realidad supera muchas veces la ficción y sin duda en Sons sucede, continuamente.
Fue durante su cuarta temporada, tras el trigésimo quinto lío de mil pares de pelotas en los que se meten los protagonistas, cuando sin darme cuenta solté un suspiro, procesé todo lo que había sucedido y caí en la cuenta del recorrido hasta entonces, provocándome incluso cierto estado de fatiga emocional en el que me planteé un alto en el camino para volver a los problemas mundanos, evidentemente fue imposible parar.
Puede que alguno piense que exagero, quizás a algunos no les parezca así, pero bajo mi punto de vista, la profundidad que alcanza la obra, la complicidad en ese mundo de maleantes en el que llegamos a ver a algunos de sus habitantes como los buenos de la película aunque sepamos que no es así, ni de lejos, resulta sobrecogedor, conseguido entre otras cosas porque la elección del casting es tan acertada, que tras muy poco tiempo nos encontramos familiarizados con todo el clan y el baile de nombres, bandas y costumbres moteras.
Porque Sons no es únicamente un drama con mucha acción, es una inmersión en toda regla en el mundo de esos clanes donde conoceremos en primera fila la idiosincrasia de ese estilo de vida, gracias en parte a que su creador estuvo un año conviviendo con moteros con el fin de dotar a la obra de cierta veracidad, sin olvidar el entertainment, por supuesto.
Creador que por cierto interpreta a un personaje dentro de la serie que lo borda en cada aparición, Otto Delaney.
Así, como en otras obras en las que nos empapamos de aspectos específicos sobre la temática, como Vikings, en Sons descubrimos peculiaridades y costumbres, sin descentrarse en ningún momento del verdadero núcleo, que no es otro que la vida de unos personajes que se entrelazan, sobreviven y reaccionan de una manera casi orgánica gracias a un universo completo tan rico en matices y posibilidades que la historia llegado a cierto punto parece fluir sola, en un rompecabezas interminable que en ocasiones parece imposible recomponer, pero que gracias a jugar de una manera formidable sus cartas, consigue sorprender, entretener y finalmente noquear al espectador, totalmente rendido al espectáculo y sediento por ver qué sucede a continuación.
Una tragedia en forma de odisea motera que mantiene el tipo durante sus 92 capítulos, en los que incluso creeremos discernir cierto modus operandi sobre su sexta temporada, pero que volverá a dejarnos KO cuando menos nos lo esperemos, para cerrar un círculo en el que para mí es una de las mejores series jamás creadas y todo un must see/have con, además, una de las bandas sonoras más potentes, con algunas versiones sencillamente brutales, como el Bohemian Rhapsody, House of the rising sun o John the Revelator, entre otras.
Jesus Christ.
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