No sólo representa una revolución en cuanto a narrativa y profundidad a la hora de transmitir emociones mediante órdenes que salen de un mando que nosotros dominamos, sino que además consigue la difícil tarea de emocionar, de transmitir tensión, miedo, alegría, pena y por supuesto algo que no sucede muy habitualmente en los que como yo llevamos ya unos cuántos años dándole a esto de los videojuegos y que cada vez nos cuesta más invertir tantas horas en finalizar los títulos, hablo de divertirnos sobremanera y de incluso querer repetir la experiencia una vez terminada, dada que su duración y rejugabilidad son exquisitas, sin hacerse tedioso, con el componente justo de evolución entre pasada y pasada que pican al jugador, ofreciendo de nuevo una experiencia que permite descubrir más y más detalles que quedaron ocultos a nuestra vista ya sea por la espectacularidad de alguna escena, por las prisas de querer salir por piernas de una situación límite y que ahora controlamos mejor o bien por no estar tan familiarizado con el entorno.
Entorno, porque The Last of Us es por encima de todo un mundo creado para paladear, para degustar lentamente mientras escudriñamos casas decrépitas, zonas aisladas, parques, túneles, poblados, un mundo olvidado y violento, con la naturaleza invadiendo esa urbe de hormigón y metal en la que parecen todavía escucharse los ecos de una civilización perdida, a pesar de la aparente soledad que nos envuelve en nuestro camino.
Soledad que no es tal, ya que en cada esquina acecha el peligro, ya sea por las cuadrillas de supervivientes que han elaborado una comunidad en la que prima el más fuerte y en las que la caza de recursos llega a puntos de incluso el canivalismo, representado de forma sobria, con cambios de ritmo sonoros y alguna frase esporádica con tono nervioso de personajes que todavía atisban un resquicio de humanidad y que les diferencia de las bestias.
O bien por enemigos frutos del extraño virus que hizo que todo se fuera al garete, y que le da al juego un componente de survival horror con algunos pasajes simplemente de acabar agarrotado de la propia tensión.
The Last of Us nos pone en la piel de Joel, un tipo que lleva 20 años sobreviviendo en un mundo devastado por un virus que convierte a los seres humanos en una suerte de infectados, tipo 28 días después. En su camino se topará con Ellie, una adolescente muy especial y que se convertirá en compañera de viaje en una misión por intentar devolver la esperanza a la humanidad.
Técnicamente además, resulta un fuera de serie. No voy a aburrir con tecnicismos, pero la sensación orgánica de los escenarios es simplemente magistral. Todo parece vivo, en movimiento, la inteligencia artificial de los secundarios, sin ser perfecta, está a un nivel fantástico, incluso respondiendo en función de algunas acciones. Ellie se mueve de forma fantástica, nerviosa si la situación lo requiere, comentando una situación violenta o simplemente apartándose y dejando el espacio que requiere nuestro personaje para explorar o moverse por el entorno.
Reconozco mi debilidad por este tipo de productos, orientados a la supervivencia, a la resolución de algún que otro puzzle (aunque sin llegar al nivel de antaño) y a la exploración de un mundo hostil y solitario. Ese mundo que permite detenerse unos instantes para observar una mole de acero resquebrajada, mientras los rayos de sol atraviesan los árboles y el crepúsculo lo invade todo con colores miel o con la amenaza de una tormenta.
Esto es algo de agradecer en una cada vez más industria orientada al producto explosivo, a la velocidad terminal de efectos generados para machacar los sentidos una y otra vez de la forma más retorcida y sin posibilidad de escape ni pausa, aunque por fortuna todavía quedan una serie de estudios que cuando deciden crear algo lo hacen a lo grande como en el caso de Naughty Dog.
The Last of Us es una joya que desde el momento en el que salió a la calle se convirtió en objeto de culto en el mundo de los videojuegos, y será recordado como uno de los cierres de generación más redondos de las últimas décadas.
Un saludo!