Sin duda Alfonso Cuarón tiene una conexión muy poderosa con todo lo relacionado con la vida, con la maternidad y con cómo el ser humano lucha por sobrevivir en un entorno en gran parte hostil.
Roma no nos traslada a un futuro distópico donde ya no nacen bebés, ni a al espacio exterior donde una astronauta escapa de su mundo para entender el sentido de la vida y para regresar a su hogar como si de una fecundación planetaria y un nuevo nacimiento se tratara.
En su lugar nos traslada a un barrio mexicano de clase medio alta en sus convulsos años 70, donde una familia, que no es otra que la representación de la del propio Cuarón, vive su día a día.
Cloe es una interina que presta sus servicios a dicha familia, cuyos vínculos se verán debilitados y reforzados a medida que los días y los meses pasan.
Roma se cuece de forma lenta, nos presenta sin prisas y mediante planos reposados ese pasar del tiempo en blanco y negro, esas vidas que se entrelazan de forma aleatoria, esa felicidad, esa manera de vivir tan lejana y a la vez tan reciente, con esa vertiente violenta que solo el ser humano y la vida como tal es capaz de generar de forma tan impactante y cuya realidad siempre supera la ficción.
La obra más íntima del director mexicano es una pequeña masterpiece que nos mantiene sedados con esa fotografía casi orgánica y con ciertos pasajes cuya potencia emocional te dejan en estado de shock, sobre todo en su tramo final, con una bofetada de tal magnitud que cuesta levantarse, cuesta mirar a la pantalla.
Hasta llegados a esa playa, donde sucede probablemente una de las escenas más bellas y emotivas que se recuerden en el mundo del cine.
Un saludo.
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