Hacía mucho tiempo que no visitaba las tierras del sur. Concretamente mi última visita de carácter no profesional fue allá por 1995, cuando estaba enfrascado en
los placeres de la pobreza y el espíritu del vino.
Dejé atrás por entonces una Huelva con aromas a eucaliptos, con ese calor asfixiante que hizo que mi "primera vez" por esos lares allá por 1992 fuese todo un gatillazo y me propulsara hacia el interior de aquél tanque llamado Opel Omega y su aire acondicionado, no me costó demasiado adaptarme en cualquier caso.
Pasó el tiempo y no volví a pisar tierras andaluzas, a pesar de la insistencia de la que hoy es mi señora, su tenacidad por visitar sus orígenes después de arrastrar a la pobre a lugares tan lejanos me acorralaba hasta el punto de hacerme sentir culpable por no trazar una ruta hacia esas tierras.
Así que decidimos finalmente dibujar una línea imaginaria trazada sobre la vieja península tan llena de cicatrices hoy en día y agonizante, parece que el mundo sea controlado por la versión seria del doctor Maligno.
Esa línea nos llevaría a Granada para tomar rumbo hacia el corazón de la sierra subbética, hacia una pequeña joya del barroco cordobés llamada Priego, lugar de origen del clan de mi señora, a escasos 90 minutos de la capital granadina en bus.
Y así fue. Un lluvioso sábado pisamos de nuevo tierras sureñas, con más frío que mi última vez y después de pasar una entretenida travesía nocturna en tren con esos variopintos personajes que el destino pone en tu camino y que te muestran un poco más de la manera de evolucionar de la gente que te rodea, distintos perfiles, distintas historias, distintos tiempos...mismos ronquidos.
El trayecto desde Granada a Priego fue tranquilo y cálido, entre otras cosas por la sensación de estar penetrando en un lugar añejo, oculto en la memoria y rodeado de olores a aceite puro y suave, una delicia en forma de olivos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, entre sierras, acantilados, nubes, lluvia y rayos de sol atravesando violentamente cúmulos por momentos. Todo un viaje introductorio como si de una transicion dantesca entre purgatorio y cielo o infierno se tratara.
La primera visión del lugar se nos presentó al volver una de las curvas que bailaban entre montañas y precipicios, algunos incluso me recordaban vagamente a aquél marciano lugar llamado Yangshuo que tuvimos el privilegio de visitar años atrás, claro que aquí se cultiva oro líquido y allí arroz.
El famoso balcón del Adarve nos saludaba desde las alturas, con sus negras barandillas sobre unas radiantes casas blancas encaladas, faroles y plantas adornaban el conjunto, el lugar ofrecía respeto.
Expulsados en una plaza cualquiera caminamos por lo que era una de las arterias principales hasta llegar a la zona del casco antiguo, atravesando algunas calles que ofrecían desde sus portales alguna visión de patio andaluz en sus entrañas, con esos arcos, colorido floral y pedrería fina.
Saciamos el hambre a base de productos típicos y cerveza fría en una taberna que encontramos de camino y ya pudimos hacernos una idea de qué cantidades podíamos soportar a la hora de pedir alimentos.
Atravesamos un mercadillo medieval que había sido levantado para el puente de mayo y que ofrecía algunos productos típicos de la zona, orfebrería, artesanales y espectáculos de fuego nocturno. Pasearíamos tranquilamente por la noche, iluminado el recinto por el castillo, una fortificación que se elevaba a nuestra izquierda y que flanqueaba la plaza con sus fuentes y jardines. Al norte una iglesia blanca inmaculada ofrecía por las noches una luz dorada en su conjunto de campanarios como si una visión lejana de Jaisalmer regresara a nuestras consciencias.
Mientras buscábamos nuestro alojamiento nos perdimos por su casco antiguo, calles estrechas en las que balconcitos saturados de plantas acarician al transeúnte que se desliza por esas calles adoquinadas, blancas, silenciosas y tranquilas. Alguna callejuela ofrecía vistas al balcón del Adarve, en el que se podía ver la sierra infinita y el conjunto de nubes al fondo, atraídos por su belleza nos desviamos y aparecimos en uno de esos sitios agradecidos con el viajero, un regalo para la vista y los sentidos, ya que mires donde mires das gracias por estar en un lugar así. Por la noche la zona se iluminaba con solitarias farolas y unos focos que, precipicio abajo, lamían las murallas para embellecer el conjunto en esas oscuras horas.
"La posada" cumplió su cometido de sobras, la exquisitez del trato junto a una casa típica andaluza adaptada como alojamiento rural terminó por realizar la simbiosis entre lo que uno buscaba, descanso y zambullirse en el ambiente. Casa Baños de la Villa, el precio puede ser algo elevado, pero el lugar lo merece. Para relajarse después de las caminatas, la luz tenue con el juego de candiles y los baños aromáticos árabes resultan simplemente cojonudos.
Paseos tranquilos rodeados a veces de bruma, a veces de lluvia y de sol radiante cuando se le permitía lucir allá en las alturas. Visitas a algunos museos donde se conservaban las casas como ahora hace más de 100 años, historia viva, buenos manjares y caldos.
El tiempo parecía dejar de correr por momentos, el caminar sin pensar en nada más que en los sentidos y alejado del griterío en el que vivimos resultó un bálsamo más purificante que el esperado los dos días que siguieron.
Antes de regresar, aprovechamos para pasar algunas horas en la capital granadina, sin posibilidad de acceder a la Alhambra puesto que las entradas se agotaron hace tiempo ya, no era un objetivo del viaje en cualquier caso. Nos dejamos caer por entre sus calles por algún curioso lugar como el muy recomendado Borsalino, un lugar de trato familiar en el que yo creo que de quedarnos más tiempo nos hubiera dado las llaves de su coche o la zona de Albaicín con sus estrechas callejuelas, tiendas y ambiente arabesco...
Dejamos atrás Granada, unas nubes anunciaban tormenta y la sierra comenzó a quedar oculta tras la negrura, era hora de regresar a casa.
Camins - Sopa de Cabra